VENTANAS

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Elena Ansótegui

Al abrir la ventana se cegó con la luz del día.
Las fachadas blancas de las casas de enfrente reflejaban la fuerza del sol a esas horas de la mañana. La calle, que descendía ensanchándose en escaleras de mármol hacia el río, estaba decorada  con espumillones dorados y plateados, colgando de los postes de la electricidad como guirnaldas de flores que herían los ojos con sus agujas brillantes. Los cables que los sostenían se movían al ritmo del airecillo húmedo que aún conservaba el silencio de la noche de la que provenía. Otro ritmo, artificial, perfectamente armónico, de tabla seca  golpeada empezó a oirse. Como cada día este sonido le servía de reloj. A las seis de la mañana los sadus bajaban hasta el último escalón salpicado por el río para hacer sus abluciones. A él le gustaba esa religión que le permitía saber exactamente qué hora era, esa repetición ancestral que le hacía partícipe del universo como un lugar amable, cotidiano.
La luz y la ceremonia de los sadus eran el fin del silencio en las calles y al mismo tiempo de su agitación interior, de la angustia que le devoraba por las noches haciéndole perder hasta el sentido de la realidad, del contorno mismo de los objetos, del relieve de su propio cuerpo.
No era como antes cuando al abrir la ventana le cegaba la misma luz pero al darse la vuelta la veía a ella aún en la cama. Entonces tornaba los postigos de la ventana hasta dejar sólo una línea vertical del diamante abrasivo del día y se volvía ansioso al lado de ella que sonreía enrededada en sus propios sueños ante el tacto ya caliente del cuerpo de él.
En ese tiempo daba lo mismo que el silencio quedase hecho añicos y que el alboroto de la calle, los pitidos, el golpe de las sandalias al correr sobre  las baldosas, los perros ladrando o los hombres gritando al hablar estuviesen ahí fuera. Nada había mejor que oir todo ese ruido desde dentro, al lado de ella y sentirse tan ahí dentro, tan sereno, tan único o  tan afortunado. Qué había en la calle que pudiese hacerle salir? Todo lo que quería estaba en esa habitación; un abrazo perezoso, repetido desde la eternidad de la noche. Siempre el mismo, desde siempre. Para qué cambiar lo que era perfecto cuando quizás la perfección se hallaba precisamente en la repetición.
Los días con ella alargaban los días. Las noches juntos les habían encerrado en un círculo del que ya no se podía ni se quería salir. El cálido y callado silencio del abrazo se oía más que el estridente y ensordecedor  ruido de la calle.
Una de esas mañana ella se marchó y a partir de entonces él ya no quería más noche ni más silencio. Ella estaba fuera, entre el ruido de coches, de escobas arrastrando polvo, de vacas y perros, de cocineros y vendedores, de taxistas y tejedores, de empresarios y sacerdotes.
Antes, el silencio de su cuerpo. Ahora, él no quería más que el ruido de su ausencia.